Después de que la luz del Sol del verano haya iluminado nuestra piel, el color cambia, parece madurar al compás de los frutos de las plantas, que expresan así su deseo de ser cosechados.
La luz del Sol queda almacenada en estos frutos y en nuestra piel, que vamos asimilando a medida que nos nutrimos de ella, preparándonos para lo que está por venir…
En este devenir de los acontecimientos se mantiene un dialogo continuo y sutil entre el cielo y la tierra, entre lo cósmico y lo terrenal, entre la luz y la oscuridad, entre lo vivo y lo no vivo…que se manifiesta y expresa a través del poema que vivimos y experimentamos que llamamos naturaleza.
En este poema las estrofas guardan un equilibrio buscando una armonía que conecta lo viejo con lo nuevo, lo que está escrito con lo que está por escribir, llevándonos paulatinamente, palabra a palabra, hacia el fin de este verso iluminado por el Sol.
Es así cómo vamos leyendo desde el entramado de ramas hasta la matriz sobre la que descansan; las hojas escritas y leídas de nuestros árboles van regalando con su color la luz que ya no necesitan, dejando escrito con tinta de savia la llegada del otoño.
Ha llegado el tiempo de descender, dejar caer las hojas para iniciar una nueva estrofa que ponga en solfa todo lo escrito bajo el Sol, que desciende ahora, al igual que el agua de lluvia, al encuentro de la pluma con el papel.
La tinta de savia cede su protagonismo al papel quien acoge todos los trazos escritos y les cede su color iniciando así una etapa de renovación que nos llevará finalmente al invierno, tiempo de leer todo lo escrito, de interiorizar lo acontecido para poder avanzar de página e iniciar un nuevo ciclo… Hasta entonces, la naturaleza nos invita a que participemos en este encuentro tan especial de luz y color que llamamos otoño; juguemos, experimentemos y escribamos nuestra historia antes de que llegue el tiempo de reposo, antes de que el Sol se acueste sobre el regazo de nuestra Madre Tierra.